sábado, 7 de febrero de 2009

EDUCAR CIUDADANOS, TAREA LEGÍTIMA DE UN ESTADO DEMOCRÁTICO







(presentado por Juan Ramón Tirado en las VII Jornadas de Filosofía de Andalucía y publicado en la revista de filosofía ALFA)




RESUMEN:
Ya en los orígenes de nuestra tradición cultural encontramos apelaciones a la necesidad de que el Estado eduque a los ciudadanos para lograr la armonía, la justicia y la felicidad en la sociedad. En la actualidad, en las sociedades complejas del s. XXI, tal implicación del Estado en la educación de los ciudadanos no sólo sigue siendo legítima, sino que se convierte en una tarea ineludible si se pretende revitalizar la democracia. Tal proceder por parte del Estado, a pesar de las críticas, no contraviene el espíritu de la Constitución de 1978, ya que no se trata de intervenir en la moral privada de los ciudadanos (creencias personales), sino de inculcar una ética civil (valores cívico-democráticos) imprescindible para una convivencia pacífica y tolerante.
PALABRAS CLAVE: educación, ciudadanos, legitimidad, Estado democrático.

SUMMARY:
As far back as in the early stages of our cultural traditions, we may find expressions of the necessity that the State educate its people in order to achieve harmony, justice and happiness in society. Nowadays, in the complex societies of the twenty first century, the involvement of the State in the education of its citizens is still not only legitimate but also turns out to be an unavoidable task if democracy is intended to be revitalized. Such actions by the State, in spite of their being attacked, do not contravene the spirit of the 1978 Constitution, because it is not a matter of interfering in the private morality of the citizens (personal believes) but of instilling in them values of civic ethics (civic-democratic values) which are essential for a peaceful and tolerant coexistence.
KEY WORDS: education, citizens, legitimacy, democratic State.



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Si la "educación para la ciudadanía" se ha convertido en uno de los temas de nuestro tiempo –bien es cierto que más mediático que otra cosa, pues la propuesta de las autoridades educativas ha sido modesta- es porque los nuevos cauces que debe seguir la democracia para afianzarse exige una formación democrática de los ciudadanos, tanto en sus aspectos cognitivos (conocer derechos, deberes, instituciones, fundamentos, así como los grandes retos de nuestro tiempo) como en los prácticos (actitud crítica, participativa y control responsable), al margen de cómo se muestren los acontecimientos en la caverna mediática de la era tecnológica en que vivimos.
Aunque democracia, ciudadanía, educación para la ciudadanía y filosofía gozan de un notorio eco en nuestros días, su génesis no es reciente. Su origen se retrotrae a una misma época, que coincide con la raíz misma de nuestra tradición cultural. Aristóteles, tan innovador como en muchos otros temas, en el libro III de su Política, elabora una primera teoría completa de la ciudadanía. Más adelante, en el libro VIII, afirma (p. 301): "Nadie pondrá en duda que el legislador debe poner el mayor empeño en la educación de los jóvenes (…). La educación debe ser una y la misma para todos los ciudadanos y el cuidado de ella debe ser asunto de la comunidad y no de la iniciativa privada, como lo es actualmente cuando cada uno se ocupa particularmente de la educación de sus hijos y les da la instrucción particular que le parece". Diagnostica el Estagirita que un Estado que no se ocupa de una educación común de los jóvenes, adaptada a su Constitución, lo sufre en sus propias instituciones. También Platón, en su República, considera que la educación es cimiento de la armonía, justicia y felicidad en el seno del Estado. Estamos, por tanto, ante un problema casi tan enraizado como la filosofía misma –o lo que es lo mismo, tan viejo como nuestra civilización-, pero que adquiere nuevas dimensiones en los debates liberal-republicanos de la ciudadanía democrática en nuestros días.
Ser ciudadano en el s. XXI implica grandes retos. Destacan, entre ellos, determinar los cauces de participación en la vida pública, promover actitudes cívicas y evitar los engaños de la caverna mediática, de confundir realidad y sombras; realidad y ficción; auténtica cultura cívica y espectáculo sensacionalista, información manipulada, intereses ocultos, ideologías camufladas, propaganda tergiversadora,... Plantearse superar tales retos sólo será posible si admitimos que la educación de los ciudadanos es el corazón de un Estado democrático: lo que no nos proporciona la genética –una actitud cívica concienciada, responsable y comprometida-, sólo nos lo puede proporcionar la educación, la única que permite liberarnos de las cadenas que esta sociedad opulenta presenta de una forma tan seductora a través de medios de comunicación, consumismo omnipresente, mercantilización de hábitos de vida, sobrevaloración de lo privado, etc., permitiendo abrir cauces, por tanto, para una auténtica actitud autónoma regida por valores cívico-democráticos.




1. SOBRE LA NECESIDAD DE UN CONSTANTE DEBATE SOBRE LA EDUCACIÓN.
La educación con frecuencia es noticia si es para hacer referencia a nuevos casos de indisciplina escolar, nuevas reformas o como un arma arrojadiza más de la que se sirven nuestros políticos en sus enconados enfrentamientos, sin embargo, necesita urgentemente un tratamiento riguroso, sereno y profundo que permita recobrar la sabiduría perdida.
Educar en una sociedad ideológicamente plural, como es la nuestra, resulta una tarea sumamente compleja. Si a ello unimos la actual conciencia de crisis de valores existente y la falta de consenso sobre qué valores y cómo se deben transmitir, parece tornarse ésta en una tarea cada vez más ardua e ingrata, aunque no por ello se puede posponer. El civismo o conducta del buen ciudadano exige una educación cívica que permita adquirirlo, para hacer la vida en común más agradable y cordial.
Sin embargo, numerosas cuestiones ineludibles aparecen ya antes de iniciar cualquier proceso educativo. Sirvan a modo de ejemplo las siguientes: ¿Qué es el ser humano?, ¿En qué consiste un auténtico desarrollo personal? ¿Se debe mantener una esmerada ecuanimidad ante la pluralidad de opciones ideológicas, religiosas, sexuales y otros diferentes estilos de vida (focalizados en drogas, telebasura, diversidad estética…) o se ha de razonar sobre lo preferible e indicar modelos de excelencia a seguir? ¿Debe la educación preparar hábiles competidores en el mercado profesional o formar personas íntegras? ¿Se ha de potenciar la autonomía personal o la cohesión social conformista y acrítica? ¿Se ha de apostar por la eficacia utilitarista o por la creatividad ociosa? etc. Si algunos de los posibles objetivos anteriormente mencionados son incompatibles, ¿cómo y quién debe decidir por cuáles optar?
Responder a estas cuestiones ineludibles de un modo cabal dista mucho de ser fácil, pero tampoco es suficiente. Las exigencias educativas de las sociedades plurales, tecnificadas, opulentas y complejas son cada vez más crecientes. Además, nos encontramos con que la escuela no es la única institución con funciones educativas. De modo que, paradójicamente, los mensajes que transmiten diferentes instituciones suelen ser antagónicos. La familia, de una parte, parece estar pasando por un auténtico eclipse: los padres, a veces, no asumen la responsabilidad de ser padres –es más cómodo ser colegas y/o meros financiadores de los hijos (permisividad, sobreprotección y abundancia se imponen en estos casos: es fácil, por tanto, para los hijos, conseguir casi todo sin esfuerzo)-, relegando la educación a la escuela e, incluso, más de lo deseable, a los medios de comunicación (televisión-canguro).
Por otra parte, la sociedad neoliberal postmoderna en que vivimos irradia un discurso axiológico impregnado de incoherencias que dificulta cualquier pretensión coherente de lograr una educación integral. Niños y jóvenes reciben un doble mensaje o doble moral, que vicia y desvirtúa toda educación en valores, pues a menudo la praxis cotidiana está dominada por el éxito de contravalores. Mientras en el plano de las declaraciones teóricas los grandes principios y valores heredados de nuestra rica tradición cultural están omnipresentes, en el plano de la realidad triunfa el hedonismo superficial, pragmático, acomodaticio y obsesivamente individualista. Así, no es difícil observar declaraciones solidarias y tendentes a la cooperación –mera retórica- junto a acciones de competitividad e individualismo extremos; abogar por la concienciación ante el deterioro medioambiental, mientras no se pone ningún freno al propio consumismo irresponsable...
Ante esta situación, entiendo que la apuesta por una educación integral –que ha de apoyarse en una adecuada educación cívico-democrática- ha de afanarse francamente, aunque sea casi como proyecto contracultural, en preparar a niños y jóvenes para entender (¿por qué las cosas son como son?), para ser (autonomía personal solidaria) y para actuar (actitud responsable y comprometida), desde la coherencia entre teoría y práctica, entre discurso y acción.
El desconcierto y la sensación de impotencia, tan frecuentes hoy, deben ser superados aceptando que la tarea educativa tiene que ser necesariamente compartida y responsabilidad de todos los agentes sociales: poderes públicos, escuela, familia,… toda la tribu, como gusta repetir a José Antonio Marina, debe implicarse, cada cual en su ámbito de competencias y posibilidades.




2. SOBRE LA NECESIDAD DE EDUCAR CIUDADANOS.
La identidad personal, las identidades colectivas y la comunidad política de la que el ser humano forma parte influyen notablemente entre sí. La primera se nutre en gran medida de las otras dos. Por eso, habrá diferencias radicales entre coexistir en una democracia o ser súbdito de un sistema autoritario. La civilidad bajo el poder coercitivo de un estado autocrático difiere notablemente de la concepción activa de la ciudadanía que se requiere en una democracia, debiendo propiciarse ésta mediante la educación. De igual manera que no se nace demócrata, tampoco se nace propiamente ciudadano. El ciudadano no nace, sino que se hace a través de la educación (aunque también intervengan factores volitivos, etc.), de modo que educar ciudadanos se convierte en una tarea ineludible. Pero no se trata de adoctrinar al ciudadano para que adopte unas determinadas preferencias ideológicas, sino de que a través de la educación tome conciencia y se instruya en sus derechos y deberes cívico-democráticos desde una posición personal autónoma responsable.
La educación de los ciudadanos es el pilar básico sobre el que ha de sustentarse toda democracia que pretenda ser tal, ya que por naturaleza, por biología, por genes, no nacemos instruidos en los valores cívico-democráticos. Y como nos va en ello el lograr una convivencia pacífica y tolerante en una sociedad cada vez más compleja y globalizada, habrá que forjar tales valores necesariamente mediante la educación, única vía alternativa a la genética con que contamos los seres humanos. Que se considere suficiente para lograr esa educación limitarla a unas pocas horas en la escuela es otra cuestión en la que no entraré ahora.
La creciente complejidad de la sociedad actual está clamando por una renovada idea del activo papel que los ciudadanos han de jugar en las distintas redes que constituyen hoy la urdimbre de relaciones que generan la convivencia. De ahí que quepa hablar, como hace Rubio Carracedo, de una "ciudadanía compleja", con una triple exigencia (2000, p. 28): a) iguales derechos fundamentales irrenunciables para todos los ciudadanos; b) derechos diferenciales para los grupos, mayoritarios y minoritarios; c) condiciones mínimas de igualdad para el diálogo libre y abierto de los diferentes grupos socioculturales (política multicultural).
Esto lleva a plantear en la actualidad diferentes formas, no excluyentes sino complementarias, de entender la ciudadanía (Cortina, 1997; Rubio Carracedo, 2003 y 2007; Savater, 1998): activa (exige implicación personal responsable ante la comunidad participando desde el respeto a los derechos de los demás), democrática (exige un compromiso no sólo político sino también social con la democracia), diferenciada (exige elaborar políticas de desigualdad, aunque parezca paradójico, para fomentar la igualdad, permitiendo a las minorías salir de la marginación), postnacional (forjada sobre el "patriotismo constitucional" –Habermas-, al ser la constitución la única que proporciona una integración común estableciendo los cauces del pluralismo legítimo), multicultural (debe garantizar la igualdad de las libertades pero también reconocer las diferencias culturales o sociales), intercultural (permite incentivar el diálogo, intercambio y enriquecimiento entre tradiciones culturales con objeto de ir fijando entre todos unos principios de convivencia justa y feliz), intracultural (cuando las diferencias étnicas, culturales o religiosas no promueven la libertad o la igualdad, la ciudadanía puede incentivar iniciativas de reflexión y cambio dentro de las propias culturas) y cosmopolita (ideal a realizar de que todas las personas se consideren ciudadanas de pleno derecho en cualquier lugar del planeta).
Tales concepciones de la ciudadanía pueden ser teóricamente atinadas, pueden incluso señalar sagazmente los fundamentos y la dinámica de la “ciudadanía compleja”, por seguir esta denominación, pero si omiten un proyecto y su puesta en práctica del proceso de educación para la ciudadanía se quedan en hermosas y cautivadoras florituras puramente ornamentales o en imaginativas disquisiciones intelectuales, pero ineficaces para movilizar la acción ciudadana sobre los ejes de la civilidad democrática, ya que como nadie nace educado, ni sabiendo, ni demócrata, las virtudes cívico-democráticas han de inculcarse mediante una correcta educación ciudadana.
Rousseau, uno de los máximos adalides de la democracia participativa, en Consideraciones sobre el gobierno de Polonia, tituló el capítulo dedicado a la educación ciudadana (OC, III, p.966): "Educación. Éste es el capítulo importante". La razón parece clara: sólo cabe pensar en un ejercicio de una ciudadanía responsable y activa si previamente se conocen los entresijos sociopolíticos globales, nacionales, regionales y locales fundamentales, así como los derechos y deberes de ciudadanos, instituciones y Estado.
La realidad sociopolítica es compleja, por lo que la ciudadanía sólo puede abordarla responsablemente a través de una adecuada educación, que parece tornarse imprescindible, aunque no por ello sencilla. La dificultad estriba, como afirma Savater, en que "hay que fabricar demócratas y no feligreses" en sociedades complejas, insistiendo en la idea de que "la principal manufactura de la democracia debe ser fabricar demócratas", pues se trata de vivir en un sistema en el que todos, en cierta medida, somos o podemos ser gobernantes. Sin demócratas genuinos no tiene sentido hablar de auténtica democracia.
Aunque la propuesta de "Educación para la Ciudadanía" es modesta y, en algún aspecto, como toda nueva asignatura, seguramente perfectible, la oposición frontal no se ha hecho esperar, especialmente por parte de la Conferencia Episcopal y de algunos presidentes de las comunidades autónomas gobernadas por representantes del pensamiento liberal más conservador. Los fundamentos, en este último caso, podemos encontrarlos en que, como afirma Rubio Carracedo (2007, p. 71) para este liberalismo "no existen verdaderas tareas colectivas y el bien común carece de sentido ya que sólo existe el bien individual y el agregado de preferencias individuales". Insiste Rubio Carracedo en que el enfoque liberal conservador promueve más o menos conscientemente una ciudadanía pasiva, apática, desencantada y desinteresada del ejercicio de los derechos políticos y sociales ya que (2007, p. 74): "mantiene una visión instrumental de los derechos políticos y hasta favorece el absentismo y la pasividad ciudadanas, con excepción del voto clientelar al partido que mejor puede representar sus intereses particulares. Se trata de una opción estratégica para propiciar un elitismo político o, más exactamente, para llevar a la esfera pública las desigualdades sociales".
Parece claro, sin embargo, a pesar de sus detractores, que revitalizar la democracia exige revitalizar el papel de la ciudadanía a través de una educación en la responsabilidad de su tarea. La nueva asignatura no puede sustituir esa educación básica cuyos maestros han de ser los padres, cada cual con sus criterios axiológicos e, incluso, tampoco sustituye la notable influencia de los políticos, los periodistas, los publicistas, los frívolos, superficiales y sensacionalistas "magazines rosa" o reality shows, la violencia como modelo de resolución de conflictos, los seductores tentáculos del consumo, etc., omnipresentes en nuestras vidas a través de los influyentes medios de comunicación. Pero, aún yendo contracorriente –algo nada sorprendente en la tarea educativa-, pretende poner las bases de un futuro comportamiento cívico, democrático, informado, responsable y participativo. Promueve el respeto de todos los derechos humanos y a toda minoría social; promueve, igualmente, el diálogo como solución de los conflictos; las actitudes solidarias y pacíficas, a la vez que reflexiona sobre la convivencia en sus diversos niveles; combate la xenofobia, el racismo y la discriminación de género; afirma el valor fundamental de la familia; describe las instituciones democráticas y sus fundamentos constitucionales sin autoritarismos; los deberes ecológicos, el consumo responsable, el multiculturalismo y las peculiaridades de vivir en una sociedad globalizada también forman parte de su objeto de estudio; todo ello desde el pluralismo y sin dogmas ideológicos impuestos a los alumnos. Por eso, suena a acusación interesada alegar, como hace la jerarquía eclesiástica, que se trata de un totalitarismo moral contrario a la fe cristiana, al que incita a rebelarse a través de la objeción de conciencia. Quien no dudó en bendecir el nacionalcatolicismo franquista (recuérdese que el Generalísimo lo era por la gracia de Dios) protesta ahora por que se forme a la juventud en valores cívico-democráticos y en la tolerancia respetuosa[1].
Si volvemos nuestra mirada hacia la historia, gran maestra a menudo olvidada, quizás no nos sorprenda tanto esta oposición tan frontal de la Conferencia Episcopal Española a la enseñanza de valores cívicos sin el patrocinio de la Santa Madre Iglesia. Esta actitud no es nueva. Como suele decir el teólogo alemán Johann Baptist Metz "no hay un solo valor moderno que no haya sido desacreditado por la Iglesia", aunque algunos de ellos hayan tenido su germen en el propio cristianismo (pero no en su jerarquía, claro). Por poner algunos ejemplos: en 1791, como respuesta a la proclamación francesa de los Derechos del Hombre, el papa Pío VI en su encíclica "Quod aliquantum" afirmaba "que no puede imaginarse tontería mayor que tener a todos los hombres por iguales y libres". En 1832, Gregorio XVI, en la encíclica "Mirari vos" condena la reivindicación de la "libertad de conciencia" como un error "venenosísimo". En 1864, Pio IX condena los errores de la democracia. León XIII en la encíclica "Libertas" de 1888 condena el liberalismo y el socialismo. Pio X en 1906 en la encíclica "Vehementer" condena la separación entre Iglesia y Estado… y podríamos seguir con un amplio elenco de reprobaciones. Todavía hoy, censura la Iglesia, apelando a una presunta ley natural de origen divino, el divorcio, los anticonceptivos, las relaciones sexuales fuera del matrimonio, las relaciones afectivas con personas del mismo sexo, numerosas innovadoras investigaciones médicas biotecnológicas, cualquier forma de eutanasia,... ante lo que no podemos sino echar de menos una voz que despierte lo mejor de una tradición tan fecunda como la cristiana, que su jerarquía se empeña en ocultar. También se echa de menos, a pesar del tiempo transcurrido y de los cambios acaecidos, su toma de conciencia de que sus doctrinas, aunque totalmente respetables, en un Estado aconfesional, como es el nuestro, sólo deben tener pretensión de validez para sus fieles, no siendo en ningún caso legítimo que pretendan imponerlas a todos. Lo ilegal y lo pecaminoso hace ya tiempo que dejaron de ser una misma cosa.




3. SOBRE LA LEGÍTIMA TAREA DEL ESTADO EN LA EDUCACIÓN DE LOS CIUDADANOS.
Sobre la controversia creada acerca de la asignatura "Educación para la Ciudadanía" convendría recordar que los contenidos de la citada asignatura responden a la Recomendación 12/2002 del Consejo de Ministros del Consejo de Europa que alude a los objetivos de la Educación para la Ciudadanía Democrática en términos muy similares a como lo hacen los Reales Decretos 1315 y 1631 del año 2006. Conviene añadir, además, que la alusión a valores de naturaleza moral no es novedosa en la Ley Orgánica 2/2006, pues ya el sistema educativo de la LOGSE –con gobiernos tanto del PSOE como del PP- se hallaba “impregnado del sentido moral constitucionalmente exigido".
Aunque es cierto que en la LOGSE se optó fundamentalmente por la transversalidad, a todas luces insuficiente si observamos la evolución de la educación en los últimos años, la obligatoriedad de la “Vida Moral y Reflexión Ética” en 4º de ESO no suscitó debate alguno desde que se implantó hace casi dos décadas. En cambio, al modificar actualmente su denominación a “Educación ético-cívica”, también ha pasado a ser objeto de discordia, por considerarla continuación de la polémica EpC. Sus contenidos apenas si han cambiado, pero mientras la EpC incide en los valores ciudadanos, la “Educación ético-cívica” lo sigue haciendo, como antes, en los valores y problemas morales y en las diferentes teorías éticas de buena vida. Ambas asignaturas tienen un marco común: la persona en las sociedades democráticas contemporáneas, con planteamientos ético-morales plurales.
También conviene recordar, por otra parte, acerca de esta polémica, que en nuestro sistema educativo, son los poderes públicos quienes determinan los currículos, no los profesores –aunque cuenten con el reconocido e inalienable derecho de libertad de cátedra-, ni los alumnos, ni los padres de los alumnos, ni los dirigentes de determinados credos religiosos, por lo que queda en manos del legislador legítimamente constituido la competencia para desarrollarlos, siempre, claro está, dentro de los límites de la Constitución.
Nuestra Constitución de 1978 sobre esta cuestión establece que "la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales" (artículo 27.2), y la asignatura aludida fue introducida en nuestro sistema educativo a través de la Ley Orgánica 2/2006 de 3 de mayo de Educación, la cual, en su exposición de motivos, señala que su finalidad consiste en "ofrecer a todos los estudiantes un espacio de reflexión, análisis y estudio acerca de las características fundamentales y el funcionamiento de un régimen democrático, de los principios y derechos establecidos en la Constitución Española y en los Tratados y las Declaraciones Universales de los Derechos Humanos, así como de los valores comunes que constituyen el sustrato de la ciudadanía democrática en un contexto global. Esta educación, cuyos contenidos no pueden considerarse en ningún caso alternativos o sustitutorios de la enseñanza religiosa, no entra en contradicción con la práctica democrática que debe inspirar el conjunto de la vida escolar y que ha de desarrollarse como parte de la educación en valores con carácter transversal a todas las actividades escolares. La nueva materia permitirá profundizar en algunos aspectos relativos a nuestra vida en común, contribuyendo a formar a los nuevos ciudadanos".
Los Decretos 230/07 y 231/07, por su parte, especifican que en la Educación para la Ciudadanía se prestará especial atención a la igualdad entre hombres y mujeres, y al respeto de los derechos humanos, de las libertades fundamentales y de los valores que preparan al alumno para asumir una vida responsable en una sociedad libre y democrática y el conocimiento respecto a los valores recogidos en la Constitución Española y en el Estatuto de Autonomía para Andalucía. Valores a los que habrá de añadir, a tenor de lo previsto en la LO 2/06, aquellos "que constituyen el sustrato de la ciudadanía democrática en un contexto global".
Por tanto, a quienes consideran que vulnera o conculca la libertad ideológica y religiosa, habría que manifestarles que no debe hacerse una interpretación de los derechos reconocidos en los artículos 16.1 y 27.3 de la Constitución que vacíe de contenido lo dispuesto en los artículos 16.3 y 27.2 de la propia Constitución que se refieren, respectivamente, al carácter aconfesional del Estado ("Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones") y al objeto de la educación ("La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales").
Por otra parte, también habría que recordarles que los objetivos que se promueven para esta asignatura, resultan contrarios o antitéticos a un pretendido adoctrinamiento. Me refiero, más concretamente, a la conveniencia de asumir los valores propios de la Constitución, Convenciones Internacionales, Tratados y Declaraciones Universales sobre Derechos Humanos, de desarrollar el sentido crítico respecto de opiniones ajenas y el respeto para todas las personas con independencia de su edad, sexo, cultura y creencias; se señala, además, entre los objetivos de esta asignatura que un elemento sustancial de la educación cívica es "la reflexión encaminada a fortalecer la autonomía de alumnos y alumnas para analizar, valorar y decidir desde la confianza en sí mismos, contribuyendo a que construyan un pensamiento y un proyecto de vida propios", todo ello orientado a la convivencia y relaciones humanas, a que se constriñe, únicamente, el ámbito de la asignatura, es decir, a la moral o ética cívica, la cual es -conviene insistir en ello- muy distinta de la moral – vinculada a creencias religiosas o no - íntima e individual de cada persona, a la que no se refiere la regulación de la asignatura cuestionada, ya que esta moral personal sí forma parte de la inviolable libertad de conciencia de cada ciudadano por parte del Estado.
La enseñanza de una ética civil, que contiene principios para el comportamiento en sociedad, no contradice la moral – sea religiosa o no- personal, pues se trata de planos diferentes. El derecho a la libertad de conciencia y de elegir la formación moral y religiosa que se estime más deseable por parte de cada ciudadano, o de sus padres en el caso de los menores de edad, no es incompatible con la formación en los principios democráticos de convivencia y en los derechos humanos, pues la formación en valores ético-cívicos no es monopolio de ningún credo religioso o ideología política, además de tratarse de dos planos axiológicos diferenciados: los valores que inspiran la convivencia democrática, pacífica y tolerante, de una parte, y los valores personales e íntimos que conciernen a las creencias de cada ciudadano, de otra parte.
Es cierto que la nueva asignatura pretende formar la conciencia del alumnado, como afirman quienes la critican e, incluso, incitan a objetar, pero, entiéndase bien, formar en lo que afecta a sus derechos y deberes ciudadanos. Es triste, por tanto, que una asignatura tan necesaria en una sociedad que se autodenomina democrática y que debe aspirar a consolidar sus cimientos y prácticas democráticos, se haya convertido en objeto de una campaña mediática tan aparatosa y manipuladora, que me temo que tiene entre uno de sus objetivos fundamentales confundir a la ciudadanía, pues la mayoría de la población, lamentablemente, no tendrá la posibilidad de conocer de primera mano cuánto hay de real y de artificioso en la polémica creada. Si realmente hay contenidos perfectibles, lo cual es posible, como en cualquier nueva asignatura, habría que recurrir para su mejora a un sereno diálogo consensuador e integrador, no a la frontal disensión y disputa implacable, que solo contribuyen a un mayor deterioro del sistema educativo.
Por tanto, podemos concluir que no sólo es legítimo que el Estado promueva la educación cívico-democrática, sino que ésta se convierte en una tarea ineludible si se pretende fortalecer una democracia, que cuenta con no pocas carencias en la actualidad, algunas de ellas debidas al desconocimiento, la apatía, la pasividad, la inercia, la indiferencia ante lo público de los ciudadanos, que ha contado con frecuencia con el visto bueno de los poderes públicos, pero que a tenor de los acontecimientos, puede llevarnos a una inhibición y despreocupación ante lo público (existencia común), junto con una capacidad crítica y autonomía personales muy mermadas, que pueden provocar un auténtico secuestro de la voluntad popular, una tiranía enmascarada de las oligarquías, ayudada por un eclipse mediático de una auténtica opinión pública democrática, imparcial, libre y documentada, con consecuencias personales y colectivas imprevisibles, aunque probablemente indeseables, pues el futuro y bienestar de una sociedad democrática ha de depender fundamentalmente del compromiso responsable de sus ciudadanos.




BIBLIOGRAFÍA:
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LEY ORGÁNICA 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (BOE núm. 106: jueves, 4 de mayo 2006).
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ROUSSEAU, J. J., Oeuvres complètes I-IV, París, Gallimard, 1959-69.
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SAVATER, F., El valor de educar, Barcelona, Ariel, 1997.
SAVATER, F., Ética, política y ciudadanía, México, Grijalbo, 1998.




[1] El Presidente de la Conferencia Episcopal Española y Arzobispo de Madrid, Rouco Varela, según informa ABC (18-septiembre-2008) ha remitido un contundente comunicado a los colegios católicos para que se informe a los padres de que la asignatura EpC «contradice la Doctrina Social de la Iglesia y el derecho fundamental de los padres a determinar la educación moral y religiosa para sus hijos», invitándolos a objetar. El gobierno de la Comunidad de Madrid y algunos otros del PP apoyan la propuesta. Victoria Camps, catedrática de Filosofía Moral, por su parte, en una entrevista publicada en el diario Público el día 21 de septiembre de 2008 afirma que: “Es una materia absolutamente necesaria, el mínimo ético que hay que enseñar a cualquier persona en una democracia (…). La polémica por esta asignatura es sólo una lucha política.” Ciertamente, así parece. No es la asignatura, ni la gran mayoría de sus contenidos lo que molestan, sino que se utilizan algunos conceptos o contenidos muy puntuales sobre los que se ha legislado recientemente con la oposición de la cúpula de la Iglesia y del PP para intentar desacreditar y hacer una enmienda a la totalidad creando la máxima confrontación y crispación, eclipsando y confundiendo los auténticos problemas actuales de la educación. Flaco favor a la educación hacen quienes así actúan.

jueves, 5 de febrero de 2009

COMPARACIÓN DE RACIONALISMO Y EMPIRISMO



A principios del siglo XVII se desplaza el centro cultural de Europa, desde el sur (España e Italia) al centro y oeste (Francia, Alemania e Inglaterra), y comienza a tomar auge el llamado pensamiento moderno, que supuso un profundo cambio en la cultura europea. Se considera al racionalista Descartes (1596-1650) como fundador de la Filosofía Moderna.

Voy a relacionar las dos corrientes de pensamiento que tienen una mayor presencia en este momento en el continente europeo. Tanto el racionalismo como el empirismo son corrientes de pensamiento que se desarrollaron aproximadamente en la misma época (s. XVII y s. XVII-XVIII, respectivamente), por lo que es aún más significativo el hecho de que sean corrientes tan dispares.

Los problemas del conocimiento y de las sustancias –o su crítica- son centrales en ambas corrientes. La doctrina filosófica conocida como empirismo se desarrolla en Gran Bretaña contraponiéndose a la corriente continental europea del racionalismo, y considera la experiencia como única fuente de conocimiento válida. Sólo el conocimiento sensible nos pone en contacto con la realidad. Por otra parte, el racionalismo considera la autosuficiencia de la razón como única fuente de conocimiento, pues es la única que nos permite llegar a la Verdad, que según Descartes, es la tarea de la filosofía. El método que propugna Descartes para hallar la Verdad es la duda metódica, adoptando la evidencia como criterio de verdad y procediendo a deducir las demás verdades a partir de una primera e indubitable. Sin embargo, ninguna proposición que esté basada en la experiencia (en los sentidos) puede superar la prueba de la duda metódica. Descartes rechaza, por tanto, el punto de vista del empirismo (punto de vista desde el cual el conocimiento no sólo es derivado de la experiencia, sino también validado por ella).

De todas maneras, no es correcto decir que el empirismo es la total contraposición del racionalismo, pues aunque éste se fundamente en la experiencia, no niega la existencia de la razón. Está presente en dos ámbitos para el empirismo: en el conocimiento (la razón se limita a las matemáticas y la lógica, aunque aplicables al ordenamiento y análisis de los datos de la experiencia) y en la moral (donde es “esclava de las pasiones”, siendo el sentimiento de agrado y utilidad que provocan las acciones lo que hace que las califiquemos como buenas o, en caso contrario, como malas). A diferencia del racionalismo, que anula la experiencia, el empirismo no anula la razón, sino que la relega a un segundo plano.

Todo conocimiento, en última instancia, es conocimiento de ideas, tanto para empiristas como para racionalistas. Pero las conciben de modos muy diferentes. Según los racionalistas podemos distinguir entre: adventicias (de la experiencia exterior); facticias (de nuestra imaginación); e innatas (en nuestra mente desde que nacemos previas a cualquier experiencia), siendo éstas últimas las más importantes. Los empiristas, en cambio, no admiten que la razón posea ideas innatas. La mente, mantienen, es una “tabula rasa” (tabla rasa), que sólo se llena de contenido por medio de la experiencia.

Como ya he dicho antes, el objetivo principal del racionalismo es buscar Verdades absolutas, sin embargo, para los empiristas como David Hume (1711-1776), tales verdades absolutas no existen, pues sólo conocemos fenómenos particulares, ya que el conocimiento humano está limitado por la experiencia en su extensión y en su certeza, es decir, no podemos ir más allá de la experiencia, porque sólo estamos ciertos de lo que hemos tenido experiencia. Esto se pone de manifiesto en el prototipo de ciencia que adoptan una y otra corriente de pensamiento: en el caso del racionalismo serán las matemáticas y en el del empirismo, la física, ciencia que se refiere al mundo. Igualmente, como cabe esperar, los métodos científicos que adoptan difieren. El empirismo aboga por el método inductivo, que tiene como punto de partida los datos provenientes de los sentidos. Los racionalistas, en cambio, son seducidos por el método deductivo, que tanto éxito ha aportado a las matemáticas.

La metafísica cartesiana se fundamenta en la teoría de las tres sustancias. Descartes afirma que hay tres sustancias: la “res cogitans”, el alma o pensamiento separado del cuerpo; la “res infinita” o Dios, ser infinito, eterno, inmutable, omnisciente y todopoderoso; y, por último, la “res extensa” o mundo, de cuya existencia tenemos garantía mediante la doctrina de la “veracidad divina”. A diferencia de los racionalistas, para Hume, ya el propio concepto de “sustancia” resulta problemático. Niega la posibilidad de obtener un conocimiento metafísico válido. Sin experiencia no hay conocimiento. Incluso de Dios, la “res infinita”, considera imposible que podamos conocer su existencia. Podemos creer pero sin conocer, de tal modo que Hume adopta un resignado agnosticismo, que en el ámbito del conocimiento será escepticismo.

Actualidad y valoración.

Descartes es el iniciador del pensamiento racionalista y su obra tiene repercusión definitiva en la filosofía moderna. Se considera que su pensamiento da origen a la Modernidad. Según Heidegger, toda la metafísica moderna, incluido Nietzsche, se sustenta en Descartes. Es por tanto, la filosofía de este pensador básica para entender el mundo moderno e, incluso, el pensamiento de nuestro siglo XXI.

En nuestros días, aunque la filosofía racionalista haya dejado de estar de moda y haya sido criticada duramente durante los siglos XIX y, sobre todo, el XX, el racionalismo como elemento cultural, como parte de nuestra manera de enfrentarnos a la realidad, no sólo no ha desaparecido sino que se convierte cada vez más en una actitud generalizada. Se adopta esta actitud cada vez que se interpreta la realidad recurriendo a teorías, a modelos explicativos coherentes (racionalmente) al margen de los hechos.

El racionalismo atrae por su transparencia, por su belleza coherente, por su deducción lógica, pero en un gran número de ocasiones, como ha demostrado la historia reciente, la razón matemática, calculadora, fría, eficiente, utilitarista,… ha proporcionado grandes progresos en el ámbito científico-técnico, pero no ha superado, e incluso, en algunos casos ha multiplicado los casos de opresión, muerte, destrucción medioambiental,… Se impone, por tanto, en nuestros días seguir repensando los usos y abusos de la razón para que, de este modo, su uso adecuado nos permita lograr un mundo más humano y, al mismo tiempo, evitar los excesos de racionalismo que puedan provocar la deshumanización de la vida. Ni razón ni experiencia en exclusiva. Ambas forman parte del conocimiento humano, como mostrará Kant.

SÍ A LA EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA



Quiero pensar que somos muchos los sorprendidos por los ataques que está sufriendo la nueva asignatura EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA Y LOS DERECHOS HUMANOS. Sorpresa, digo, porque quienes más la critican coinciden “off the record” con sus defensores en la grave crisis de valores que estamos viviendo y en la necesidad de educar en valores cívicos.

Mi defensa de la Educación para la Ciudadanía no es nueva ni oportunista ni nada tiene que ver con la aparición de esta asignatura que, aunque pudiera convertirse en una “maría” tal como finalmente ha quedado, la valoro positivamente por considerar que la educación de los ciudadanos es el pilar básico sobre el que ha de sustentarse toda democracia que pretenda ser tal, ya que por naturaleza, por biología, por genes, no nacemos instruidos en los valores cívicos democráticos (para demostrar tal afirmación sólo basta mirar nuestro entorno y observar algunas de las actitudes que predominan). Y como nos va en ello el lograr una convivencia pacífica y tolerante en una sociedad cada vez más compleja y globalizada, habrá que forjar tales valores necesariamente mediante la educación, única vía alternativa a la genética con que contamos los seres humanos. Que se considere suficiente para lograr esa educación limitarla a unas pocas horas en la escuela, es otra cuestión en la que no entraré ahora.

Decía que mi interés por la cuestión no es nuevo. Hace años tuve la oportunidad de pertenecer al grupo de investigación de la Universidad de Málaga denominado "La democracia de los ciudadanos". Más tarde coordiné un grupo de trabajo en un instituto de secundaria sobre "Educar para una ciudadanía responsable". Experiencias estas que me permitieron conocer numerosas investigaciones e, incluso, realizar alguna propia sobre la complejidad de educar en valores para una ciudadanía responsable. Todo ello antes de que surgiera el debate sobre si debe impartirse o, como algunos proponen –la Conferencia Episcopal y afines-, ante esta asignatura lo que hay que hacer es objetar y, por tanto, no asistir a sus clases. ¡¡Según parece, algo difícil de imaginar hasta ahora, la revolución en las aulas va a venir de manos de los obispos!! Pero, seamos serios, pensemos por un momento: ¿quién decide qué asignaturas se estudian? Hasta ahora tal función ha recaído en el Estado. Podrá haber diferencias de criterios, pero quien no esté de acuerdo con la existencia de alguna asignatura que lo solucione en los tribunales o, si fuese necesario, en el Tribunal Constitucional, pero no objetando cada cual a lo que no le guste. Si se puede objetar tan fácilmente como proponen los obispos, imagino que en algunas asignaturas objetarían multitudes, vamos, que habría más objetores que alumnos dispuestos a seguir su aprendizaje. Seguro que no costaría demasiado encontrar a alguien dispuesto a buscar argumentos para poder objetar. ¿… o no?

La nueva asignatura no puede sustituir esa educación básica cuyos maestros han de ser los padres, cada cual con sus criterios axiológicos, e incluso, tampoco sustituye la notable influencia de los políticos, los periodistas, los publicistas, los frívolos, superficiales y sensacionalistas comentaristas de los "programas del corazón", la violencia como modelo de resolución de conflictos, etc. omnipresentes en nuestras vidas a través de los influyentes medios de comunicación. Pero, aún yendo contracorriente en ocasiones, pretende poner las bases de un futuro comportamiento cívico, democrático, informado, responsable y participativo. Promueve el respeto de todos los derechos humanos y a toda minoría social; promueve, igualmente, el diálogo como solución de los conflictos, las actitudes solidarias y pacíficas, a la vez que reflexiona sobre la convivencia en sus diversos niveles; combate la xenofobia, el racismo y la discriminación de género; afirma el valor fundamental de la familia; describe las instituciones democráticas y sus fundamentos constitucionales sin autoritarismos; los deberes ecológicos, el cambio climático, el consumo responsable, el multiculturalismo y las peculiaridades de vivir en una sociedad globalizada también forman parte de su objeto de estudio; todo ello desde el pluralismo y sin dogmas ideológicos impuestos a los alumnos. Por eso, suena a acusación interesada alegar, como hace la jerarquía eclesiástica, que se trata de un totalitarismo moral contrario a la fe cristiana, al que incita a rebelarse a través de la objeción de conciencia. Quien no dudó en bendecir el nacionalcatolicismo franquista (recuérdese que el Generalísimo lo era por la gracia de Dios) protesta ahora por que se forme a la juventud en valores cívicos y en la tolerancia respetuosa.

Si volvemos nuestra mirada hacia la historia, gran maestra a menudo olvidada, quizás no nos sorprenda tanto esta oposición tan frontal de la Conferencia Episcopal española a la enseñanza de valores cívicos sin el patrocinio de nuestra Santa Madre Iglesia. Esta actitud no es nueva. Como suele decir el teólogo alemán Johann Baptist Metz "no hay un solo valor moderno que no haya sido desacreditado por la Iglesia", aunque algunos de ellos hayan tenido su germen en el propio cristianismo (pero no en su jerarquía, claro). Por poner algunos ejemplos: en 1791, como respuesta a la proclamación francesa de los Derechos del Hombre, el papa Pío VI en su encíclica "Quod aliquantum" afirmaba "que no puede imaginarse tontería mayor que tener a todos los hombres por iguales y libres". En 1832, Gregorio XVI, en la encíclica "Mirari vos" condena la reivindicación de la "libertad de conciencia" como un error "venenosísimo". En 1864, Pio IX condena los errores de la democracia. León XIII en la encíclica "Libertas" de 1888 condena el liberalismo y el socialismo. Pio X en 1906 en la encíclica "Vehementer" condena la separación entre Iglesia y Estado… y podríamos seguir con un amplio elenco de condenas. Todavía hoy, reprueba la Iglesia el divorcio, los anticonceptivos, las relaciones sexuales fuera del matrimonio, las relaciones afectivas con personas del mismo sexo, numerosas innovadoras investigaciones médicas biotecnológicas,... ante lo que no podemos sino echar de menos una voz que despierte lo mejor de una tradición tan fecunda como la cristiana, que su jerarquía se empeña en ocultar. También se echa de menos, a pesar del tiempo transcurrido y de los cambios acaecidos, su toma de conciencia de que sus doctrinas, aunque totalmente respetables, en un Estado aconfesional, como es el nuestro, sólo deben tener pretensión de validez para sus fieles, no siendo en ningún caso legítimo que pretendan imponerlas a todos. Lo ilegal y lo pecaminoso hace ya tiempo que dejaron de ser una misma cosa.

Nada hay de malo en que los alumnos que lo deseen reciban enseñanza-catequesis de religión, por cierto, sufragada con dinero público pero bajo control de los obispos, y al mismo tiempo se formen en los valores cívicos y los fundamentos racionales de la conducta ciudadana democrática. En su sentido genuino, no deberían ser cosas incompatibles. Conocer y tolerar una diversidad que es real, no implica compartirla. No se entiende, por tanto, tanta oposición, porque, entre otras cosas, ni el gobierno ni los obispos son quienes dan las clases, sino los profesores. Y éstos, amparados en el reconocido derecho constitucional de libertad de cátedra, seguro que pondrán de manifiesto sensibilidades muy diferentes, como en cualquier otra materia objeto de estudio. Además, a nadie se le escapa que los materiales didácticos elaborados por las diferentes editoriales –y haberlas las hay muy afines a la Iglesia- tratan de modo variado los diversos temas. Hasta una prestigiosa editorial, ajena a intereses eclesiásticos, ha contado con una teóloga para elaborar sus manuales de esta asignatura. Por lo que no es fácil entender que se suscite tal controversia, cuando, como ya he señalado, los contenidos de esta asignatura no pretenden manipular ideológicamente al alumnado, sino que son contenidos fundamentales para afirmar y fortalecer la democracia desde la formación de ciudadanos un poco más responsables y conscientes del mundo en que viven.

Es cierto que la nueva asignatura pretende formar la conciencia del alumnado, como afirman quienes incitan a objetar, pero, entiéndase bien, formar en lo que afecta a sus derechos y deberes ciudadanos. Es triste, por tanto, que una asignatura tan necesaria en una sociedad que se autodenomina democrática se haya convertido en objeto de una campaña mediática tan aparatosa y manipuladora, que me temo que tiene entre uno de sus objetivos fundamentales confundir a la ciudadanía, pues la mayoría de la población, lamentablemente, no tendrá la posibilidad de conocer de primera mano cuánto hay de real y de artificioso en la polémica creada.


TÍTULO: SÍ A LA EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA

AUTOR: JUAN RAMÓN TIRADO ROZÚA

(Publicado en el Diario LA OPINIÓN DE MÁLAGA)