Una figura destaca sobre el horizonte de incertidumbres,
malestares y miedos que acompaña el comienzo del siglo XXI. Se trata por ahora
de una silueta por definir. Una imagen que todavía no refleja con exactitud sus
contornos pero que proyecta una inquietud en el ambiente que nos previene
frente a ella. Su aparición delata un movimiento de alzada vigorosa, que lo
eleva sobre la superficie de los acontecimientos que nos acompañan a lo largo
del tránsito del nuevo milenio.
Envuelta por un aliento de energía sin límites, su forma va
adquiriendo volúmenes titánicos en los que se presiente la desnudez granítica
de una nueva expresión de poder. Con sus gestos se anuncia el reinado político
de un mundo desprovisto de ciudadanía, sin derechos ni libertad. Una época que
asistirá a la extinción de la democracia liberal. Que instaurará una era mítica
a la manera de las que imaginó Hesíodo, hecha de vigilancia y silicio, habitada
por una raza de humanos sometidos al orden y a la seguridad. Un mundo de fibra
óptica y tecnología 5G, dominado por una visión poshumana, que
desbordará y marginará el concepto que hemos tenido del hombre desde la Grecia
clásica hasta nuestros días.
El mundo evoluciona a lomos de la revolución digital hacia
una nueva experiencia del hombre y del poder. Una evolución que parte de una
resignificación del papel del ser humano debido a la introducción de un vector
que lo transforma radicalmente. La causa está en la interiorización de la
técnica como una parte sustancial de la idea de hombre. Esta circunstancia se
desenvuelve dentro de un marco posmoderno que da por superadas las claves que
definió la Ilustración filosófica del siglo XVII bajo el rótulo histórico de la
Modernidad. Jean-François Lyotard explicó a finales de la década
de los años setenta del siglo pasado que la condición posmoderna era el final
de las grandes narrativas que habían interpretado el mundo dentro de un relato
coherente de progreso y racionalidad. Para este autor la estructura intelectual
de la Ilustración era insostenible debido, precisamente, a los avances técnicos
y los cambios posindustriales que propiciaban las telecomunicaciones de la
sociedad de la información. Estas circunstancias hacían que el humanismo, y la
centralidad que atribuía este al hombre, hubiera sido desplazado como eje de
interpretación del mundo por una visión científica que lo subordinaba a la
técnica y a su voluntad de poder.
La revolución digital en la que estamos inmersos en la
actualidad hace cada día más palpable la condición posmoderna. Y, sobre todo,
contribuye a una reconfiguración del poder que está gestando una experiencia
del mismo a partir de una voz de mando que es capaz de gestionar
tecnológicamente la complejidad de un mundo pixelado por un aluvión infinito de
datos. Hoy, los datos que genera Internet y los algoritmos matemáticos que los
discriminan y organizan para nuestro consumo son un binomio de control y
dominio que la técnica impone a la humanidad. Hasta el punto de que los hombres
van adquiriendo la fisonomía de seres asistidos digitalmente debido, entre
otras cosas, a su incapacidad para decidir por sí mismos.
La digitalización masiva de la
experiencia humana comienza a revestir el aspecto de una catástrofe progresiva
Esta circunstancia hace que la humanidad viva atrapada dentro
de un proceso de mutación identitaria. Un cambio que promueve una nueva utopía
que transforma su naturaleza al desapoderar a los hombres de sus cuerpos y sus
limitaciones físicas para convertirles en poshumanos programables
algorítmicamente, esto es, seres trascendentalmente tecnológicos y
potencialmente inmortales al suprimir sus anclajes orgánicos. Un cambio que
adopta un proceso previo de socialización que hace de los hombres una especie
de enjambre masivo sin capacidad crítica y entregado al consumo de aplicaciones
tecnológicas dentro de un flujo asfixiante de información que crece
exponencialmente.
La experiencia de la posmodernidad va descubriendo de este
modo no solo la naturaleza fallida de la Ilustración que describió
tempranamente Lyotard, sino el fracaso de los relatos que la fundaban en toda
su extensión. Destacando de entre todos ellos el político, pues, como veremos,
la institucionalidad de los Gobiernos democráticos y la legitimidad de las sociedades
abiertas de todo Occidente se encuentran en una profunda crisis de identidad.
Se ven cuestionadas en sus fundamentos por la sustitución de la ciudadanía como
presupuesto de la política democrática por multitudes digitales que allanan el
camino hacia lo que Paul Virilio describió como “la política de lo peor”.
Todos estos factores son los que están contribuyendo a que
emerja esa figura titánica que describíamos más arriba y que adopta el rostro
de una dictadura tecnológica. Una especie de concentración soberana del poder
material que descansa en la gestión de la revolución digital. Gestión que
ofrece orden dentro del caos y seguridad en medio de la época de catástrofes
que acompaña la mutación que estamos viviendo a velocidad de vértigo. El
protagonista político del siglo XXI ya está con nosotros. Todavía no ejerce su
autoridad de manera plena pero va haciéndose poco a poco irresistible. Acumula
poder y crece en fuerza. Se insinúa bajo modelos distintos —China y Estados
Unidos son los paradigmas—, que convergen alrededor de los vectores que
impulsan su desarrollo: la inteligencia artificial (IA), los algoritmos, la
robótica y los datos.
Avanzamos hacia una concentración del poder inédita en la
historia. Una acumulación de energía decisoria que no necesita la violencia y
la fuerza para imponerse, ni tampoco un relato de legitimidad para justificar
su uso. Estamos ante un monopolio indiscutible de poder basado en una
estructura de sistemas algorítmicos que instaura una administración
matematizada del mundo. Hablamos de un fenómeno potencialmente totalitario que
es la consecuencia del colapso de nuestra civilización democrática y liberal,
así como del desbordamiento de nuestra subjetividad corpórea. Se basa
esencialmente en una mutación antropológica que está alterando la identidad
cognitiva y existencial de los seres humanos. La digitalización masiva de la
experiencia humana, tanto a escala individual como colectiva, comienza a
revestir el aspecto de una catástrofe “progresiva, evolutiva, que alcanza la
Tierra entera”. (…)
El siglo XXI continúa su andadura bajo el presentimiento de
que es inevitable la aparición de un Ciberleviatán. Sobre sus espaldas se entrevé
cómo se ordenará la complejidad planetaria que sacude nuestras vidas y que
libera oleadas de malestar e incertidumbres que amenazan las estructuras
clásicas de un statu quo que se volatiliza por todas partes.
Lo más probable es que el Ciberleviatán se instaure por aclamación, a la manera
de la dictadura pensada por Carl Schmitt. Mediando un pacto fundacional sin debate ni
conflicto, como el producto de una necesidad inevitable y querida si se quiere
preservar la vida bajo la membrana de una civilización tecnológica de la que ya
nadie puede desprenderse para vivir.
Autoría: José María Lassalle es ensayista y fue secretario de Estado de Cultura y Agenda Digital. Este texto es un extracto de su libro ‘Ciberleviatán, el colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital’,
Autoría: José María Lassalle es ensayista y fue secretario de Estado de Cultura y Agenda Digital. Este texto es un extracto de su libro ‘Ciberleviatán, el colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital’,