domingo, 23 de septiembre de 2018

SOBRE LA FALSA OPOSICIÓN ENTRE HUMANIDADES Y TECNOLOGÍA EN NUESTRO TIEMPO.

Muchos creen que Silicon Valley es un jardín amurallado lleno de desertores y desarrolladores de software, y que la tecnología es un monolito compuesto solo por informáticos. Aclamamos al ‘técnico’ mientras denigramos a aquellos con habilidades blandas. Los inversores a menudo bromean con que las artes liberales son inútiles. Pero tanto ellos como los periodistas pasan por alto la compleja realidad de la tecnología”, escribe el inversor Scott Hartley.
Lo sabe con conocimiento de causa, ya que ha pasado la mayor parte de su vida en el Valle del Silicio, y ha trabajado para compañías como Google o Facebook, y también como inversor. Pero Hartley, licenciado en Ciencias Políticas y experto en economía internacional y negocios, también ha pasado por el Centro Berkman de Harvard para Internet y la Sociedad, y formó parte del programa de Innovación Presidencial de la Casa Blanca.
Su visión y las personas que ha conocido a lo largo de su vida profesional le llevaron a escribir un libro para contar algo que a él le parece una obviedad pero que cree que se está pasando por alto: la “falsa oposición entre humanidades y tecnología”, y la necesidad de reivindicar las primeras como base esencial para el desarrollo tecnológico. Es lo que hace en The fuzzy and the techie, seleccionado como libro del mes por Financial Times en 2017. Le entrevistamos a nuestro paso por Nueva York (EE.UU) para hablar sobre algo más que sobre su libro.
Derribando mitos
“Al contrario de lo que la gente piensa, Silicon Valley es tan fuzzy como techie”, dice Hartley. Fuzzies es como se llama coloquialmente a los estudiantes de humanidades y ciencias sociales en la Universidad de Stanford (EE.UU), donde él estudió. Los techies son los alumnos de carreras STEM o CTIM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas). “Sin una mirada profunda que considere los problemas más profundos que afronta el mundo y sin curiosidad, la tecnología carece de aplicación; lo que esta promete es mejorar nuestra vida”, sostiene.
Asegura que los fuzzies no son solo líderes empresariales en ventas o marketing sino cofundadores de empresas tecnológicas, y quienes impulsan en ellas la innovación y lideran el desarrollo de productos. Y da algunos ejemplos: Susan Wojcicki, directora ejecutiva de YouTube, es historiadora. La exdirectora ejecutiva de Hewlett Packard, Carly Fiorina, estudió Historia Medieval. Sheryl Sandberg, directora operativa de Facebook, estudió Economía. Peter Thiel, cofundador de PayPal; Stewart Butterfield, cofundador de Flickr y Slack, y Reid Hoffman, cofundador de LinkedIn, se licenciaron en filosofía. Ben Silbermann, cofundador de Pinterest, estudió Ciencias Políticas, mientras que Parker Harris, cofundador de Salesforce, estudió Literatura Inglesa.
En cuanto a la ejemplos de aplicación de las humanidades en el desarrollo de tecnología, el autor cita a Melissa Cefkin, una antropóloga que trabaja para Nissan con la misión de establecer la forma en la que desarrollar sistemas de conducción autónoma socialmente aceptable, bajo la consideración de los vehículos autónomos como agentes interactivos en el mundo. O a Jessica Carbino, que ejerció como socióloga y analista de big data de Tinder, donde escudriñaba los miles de millones de vistas de perfil desde su perspectiva sociológica.
En ámbitos como la danza, Hartley destaca la aportación de la bailarina y coreógrafa Catie Cuan, que trabaja actualmente en el Laboratorio de Robótica, Automatización y Danza (RAD Lab) de la Universidad de Illinois Urbana-Champaign (EE.UU). También ha obtenido una residencia tanto en el programa TED de innovación como en el de ThoughtWorks Arts por su trabajo en la intersección entre robótica y danza, y pronto iniciará sus estudios de Ingeniería Mecánica en la Universidad de Stanford. Su misión: enseñar movimientos gráciles, elegantes, a los robots para facilitar la interacción con los humanos y generar confianza.
El inversor, nos obstante, cree que queda un largo camino por recorrer antes de que lograr desarrollar en los robots la capacidad de ser empáticos o de ejercer trabajos eminentemente humanos como los de los cuidadores. Sí defiende su utilidad actual en ciertos casos que implican tareas rutinarias que sí pueden automatizarse y complementar el trabajo de las personas.
Garantizar el trabajo
Hartley apunta otro motivo adicional por el cual, en medio de la supremacía tecnológica y de lo técnico, se debería poner el foco en las humanidades y en las ciencias sociales: “Las barreras de entrada para adquirir un dominio básico de las herramientas tecnológicas han bajado considerablemente gracias, entre otras cosas, a plataformas de educación online -en muchos casos gratuitas- como Coursera, Udacity o Codecademy”. El fundador de esta última, por cierto, estudió Ciencias Políticas.
Esta democratización del acceso a formación técnica junto con el desarrollo de máquinas capaces de programar por sí solas y desarrollar tecnologías inteligentes hace que expertos como Hartley planteen lo erróneo de pretender que todo el mundo se convierta en programador. La hipótesis es que la demanda de esta profesión -ahora en auge- podría caer considerablemente a medio o largo plazo, y serán las artes liberales las que garantizarán un trabajo, o una forma de ganarse la vida.
Por otra parte, se aprecia una necesidad creciente de perfiles relacionados con la filología y la lingüística o con la filosofía como parte de los equipos de desarrollo tecnológico. Por citar dos ejemplos claros: Amazon y Google, para cuyos desarrollos de asistentes basados en voz es imprescindible la comprensión y el análisis del lenguaje natural y del discurso, y su reproducción en la interacción humana.
Pero ese no es el único motivo. Lo que subyace aquí es la necesidad de contar con personas que hagan las preguntas adecuadas. “Nos movemos hacia un mundo en el que la sintaxis de los códigos se acerca al inglés, y el lenguaje de programación de mayor orden será algún día el lenguaje natural. Lo que esto significa es que necesitamos interrogadores inteligentes, personas que puedan estructurar el pensamiento”, sostiene Hartley. “Como dijo Voltaire: ‘Juzgue a un hombre por sus preguntas y no por sus respuestas’”.
Discriminación tecnológica
En cuanto a la necesidad de perfiles provenientes del mundo de la filosofía, Hartley subraya la importancia de este aspecto para dotar de ética a las máquinas y algoritmos que gobiernan e influyen directa e indirectamente en buena parte de nuestras vidas. Personas que se pregunten cómo de sesgada está la información que usan estos sistemas para obtener sus resultados e incluso para tomar decisiones. Que ayuden a dilucidar cómo atenuar el sesgo que a menudo pasa desapercibido.
“Consideramos que crear vehículos autoconducidos es un desafío técnico. Sin embargo, lo crucial son los aspectos éticos y morales de cómo circular e interactuar en uno de estos automóviles un entorno urbano y cuáles deben ser sus prioridades (a quién salvar en caso de accidente inevitable, por ejemplo). La situación se complica más aún, especialmente para los fabricantes, teniendo en cuenta que moral y ética están ligadas a la cultura, y son difícilmente universalizables. “Lo correcto en Nueva York y puede diferir mucho de lo correcto en Tokio, ¿cómo diablos codificas esas diferencias en la programación del automóvil?”, cuestiona el autor.
(Fuente: https://retina.elpais.com/retina/2018/09/21/tendencias/1537526154_676385.html?id_externo_rsoc=FB_CC )

lunes, 21 de mayo de 2018

REUNIÓN PARA ORIENTAR SOBRE SELECTIVIDAD

El alumnado que se vaya a presentar a Selectividad con la asignatura de HISTORIA DE LA FILOSOFÍA queda convocado a una reunión orientativa a la que se recomienda mucho su asistencia para el próximo JUEVES 31 DE MAYO A LAS 12.45 EN EL AULA 37 de nuestro centro.

sábado, 21 de abril de 2018

A PROPÓSITO DEL DÍA DEL LIBRO: EL VALOR DE LA LECTURA Y LA CULTURA EN NUESTRO TIEMPO (JESÚS QUINTERO)

A propósito del Día del Libro (23 de abril):
Jesús Quintero, con su peculiar estilo, valora la lectura, la cultura y el nivel cultural que se impone en nuestro tiempo.
Nos dice: "Nunca como ahora la gente había presumido de no haberse leído un puto libro en su jodida vida".

jueves, 29 de marzo de 2018

SOBRE REDES SOCIALES, USO DE DATOS PRIVADOS Y POTENCIALES PELIGROS.

FACEBOOK


Puedo equivocarme, pero no veo más que hipocresía en el escándalo que se generó en torno a Facebook y Cambridge Analytica por la utilización de datos personales de 50 millones de fulanos para diseñar, entre otras cosas, estrategias de atracción de votos. Medio planeta sube a la web, desde hace tiempo, datos de su intimidad más dura y deja allí un largo rastro de pornografía cotidiana. Se puede elegir creer en cualquier cosa —en Buda o en la Bolsa de Nueva York— pero, más que fe, hay que tener candidez o ceguera para mantenerse en la ilusión de que ese material jamás será utilizado por nadie. Aun quienes no usamos redes sociales dejamos rastros en la web que vuelven bajo la forma de sospechosas publicidades dirigidas y ofertas de hoteles en Wichita sólo por hacer una búsqueda en Google Maps. Creer que podemos volcar en las redes un vómito aluvional de información privada, y que nadie hará nada con eso en su beneficio, es como creer que se puede criar a una pantera en un armario. Una red social que se alimenta como un vampiro de la intimidad de las personas no es una organización filantrópica, y este escándalo no parece más que una prueba concreta de algo que era obvio: nos miran, nos espían, nos evalúan, y lo hacen con nuestra colaboración —porque les proveemos los datos—, pero elegimos pensar que no lo hacen con nuestra anuencia. Leí en este periódico que el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, comentó, cuando aún estaba en Harvard, que le sorprendía “que la gente compartiese con él tantos datos con sólo poner un formulario y pedir que lo rellenase para entrar en su invento”. Recordé entonces un tuit que encontré hace tiempo: “Están reventando la intimidad para que se vuelva un lujo y haya que comprarla”. Ese es el negocio del futuro: vender privacidad a quien pueda pagar por ella. Serán muy pocos.

Fuente: Leila Guerrero ( https://elpais.com/elpais/2018/03/26/opinion/1522085125_187439.html )
También se recomienda  especialmente la entrevista: https://elpais.com/internacional/2018/03/26/actualidad/1522058765_703094.amp.html

domingo, 4 de marzo de 2018

OPINOCRACIA

La razón es fundamental para entender y entendernos. De ahí su importancia para la ciencia y la vida moral y política. Razonar o dialogar (dialogar significa discurrir con razones) es imprescindible para articular una sociedad abierta y plural, conciliando intereses y opiniones y tomando –entre todos– decisiones justas y convincentes. Sin ciudadanos racionalmente competentes no hay democracia, hay –como dijo alguien– «opinocracia».

La opinocracia es el régimen en que todos se creen con derecho a tener razón, sin considerar que tal derecho (como el que se tiene a emitir sentencias o recetar pastillas) va ligado al conocimiento y la responsabilidad para ejercerlo. Este moderno prurito anti-intelectualista (según el cual tener razón es como tener pelo o bazo –no hace falta hacer nada–) le viene de perlas al poder. Cuanto más ignorante de su ignorancia sea la gente más manipulable es. Tal vez por eso no interesa que el sistema educativo garantice la formación ética y filosófica, esto es, aquella que enseña a usar correctamente la razón en (entre otras cosas) asuntos morales y políticos. Sin esa formación el debate público se vuelve estéril (aunque entretenido), algo muy conveniente para democracias que lo son solo de boquilla.

Una prueba del ínfimo nivel argumentativo del debate (sea en los medios o en ese nuevo y extraño conato de sociedad civil que son las redes) es la abundancia de pseudoargumentos y falacias que se dan en él. Como la falacia «ad hominem». Ya saben, aquella por la que en vez de atender a los argumentos descalificamos a la persona que los esgrime. «¿Cómo va a tener razón fulanito, si es tal o cual?, ¿cómo vamos a leerle si es del partido X, o escribe en el periódico. Y, o es lesbiana, o del OPUS, o...?». Una variante rabiosamente actual de esta falacia es aquella por la que se prejuzga el argumento en función del género de quien lo sostiene. De toda la vida se ha cometido con las mujeres («¿qué va a decir, si es una mujer?»), y ahora cierto feminismo se toma la revancha: «¿qué va a decir, si es un varón y lo que realmente quiere es imponer su opinión (y, encima, con ese engendro del patriarcado que es la razón –dice, en un remedo de razonamiento, el feminismo más postmoderno–)?».

Otra falacia epidémica es una versión común del «hombre de paja». Consiste en ojear noticias, artículos o lo que sea sin profundizar ni analizar nada, sino leyendo lo que uno quiere leer para despacharse a gusto... Hace unos días escribí que «el feminismo, como ideología y movimiento político, podía ser reivindicado y liderado por cualquiera con competencia para ello (fuese varón o mujer)». Pero muchos eligieron leer que «el feminismo tenía que ser liderado por hombres, apartando a las mujeres, incapaces como son, de dicha tarea». Nadie dijo eso. Pero daba igual, porque el objetivo no era dialogar, sino exhibir y corroborar (hasta el éxtasis) las propias opiniones...

Podríamos citar otras muchas falacias frecuentes. Como aquella de «mira que te estamos diciendo todos que no es como tú dices (y tú como si nada)», una castiza mezcla de falacia «ad populum» («Lo dicen todos, luego debe ser verdad») y un maternal «ad baculum» («¡Mira que te lo estoy diciendo, eh!»). O esa otra –tremenda y más peligrosa– de «no, no tengo argumentos, pero me da igual, porque yo lo siento así, y punto». ¿Se imaginan que su vida dependiera de un fanático inmune a los argumentos? Pues así de aterrado e impotente me siento yo cuando me sueltan esa falaz apelación al corazón (es decir, a las vísceras).

Aprender a razonar no es cosa de un día. Ni basta con estudiar filosofía o retórica. Hace falta, además, mucha práctica. Y no dejar pasar ni una. Algo nada fácil. No sé quien dijo que en este país cuando alguien dice «yo opino» lo importante es el «yo», y no el «opino», de manera que quien cuestiona lo que opina fulanito está cuestionando... ¡A fulanito mismo! De ahí que fulanito se aplique obstinadamente a defender su honor y se olvide por completo del objetivo del diálogo: buscar, como decía Machado, la verdad juntos. Persistamos en esa búsqueda. La razón y el bien común –la democracia misma– así lo exigen.

(Fuente: Víctor Bermúdez, en http://www.elperiodicoextremadura.com/noticias/opinion/opinocracia_1074869.html)